miércoles, 5 de junio de 2002

El mar de los clones



En la última película de George Lucas, El Ataque de los clones, Obi-Wan Kenobi viaja al planeta Kamino, un mundo cubierto por un inmenso océano en el que viven unos seres alargados, de aspecto benévolo y belleza extraña. "Son clonadores" le habían advertido antes de salir y así era. Tras sus salones inmaculados, en su paraíso construido sobre un mar embravecido y cruel, los nuevos arcángeles de la saga de Star Wars tienen un lado oscuro que brilla con más intensidad bajo la luz ultravioleta, al ver los centenares de miles de soldados humanos que fabrican con un destino ignoto. Hablaba de ello esta mañana con Pedro José Vallín, fan y también especialista de ese universo en el que todos los mitos se juntan. Los dos nos acercábamos a una conclusión inquietante: que la manera en la que se muestra en la saga el mal se ha vuelto compleja y no tan maniquea como el cine norteamericano nos había enseñado hasta la fecha.

También hablábamos de otro personaje, el senador y ahora ya canciller supremo Palpatine, quien se convertirá en poco tiempo en emperador. No es la ambición de poder o la sed de destrucción lo que le mueve a mentir, a realizar conjuras y traiciones, a mover los hilos en la sombra, tras una sonrisa encantadora y falsa; es su necesidad de poner las cosas en su sitio, de crear un nuevo orden en la galaxia que domina la vieja República, que la haga salir del caos; es su carencia de escrúpulos y su necesidad de poner por encima de las opiniones y necesidades de los pueblos su propia visión de la realidad, con una sincera y terrible voluntad de servicio público. El que acaba subvirtiendo el sistema en una suerte de estético fascismo panplanetario como muestran las tres primeras películas estrenadas de Star Wars, no alcanza el poder como un Hitler o Musolini cualquiera, si no como un presidente de los Estados Unidos al que el Senado le otorga "poderes especiales".

El mal puede parecer hermoso y fascinante, pero se olvida fácilmente de todos nosotros cuando dejamos de serle útiles. Se dice que el precio de la libertad es la eterna vigilancia. Quizás el precio de la seguridad sea la libertad misma.

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