martes, 1 de febrero de 2005

Del debate y del plan

Asisto, orgulloso y democrático, gracias a la televisión, al debate parlamentario que todos conocemos como del Plan Ibarretxe, con el convencimiento que los espacios y los tiempos que se otorgan por gracia del presidente del Congreso y buena parte de sus portavoces es un triunfo de la democracia. Triunfo es, en fin, que un ajeno, el presidente de una comunidad autónoma, la vasca, pueda hablar, en condiciones de igualdad con los parlamentarios en el lugar donde reside la soberanía del pueblo. Veo llegar al Lehendakari a la cámara baja, subir por las escaleras, dar educadamente la mano al líder del PP , Mariano Rajoy, y no la espalda como algunos han dicho y que parece que no quieren ver las imágenes de la cortesía y la educación, y sentarse, casi, como uno más, en un escaño del hemiciclo.

La decepción llega cuando se escuchan los argumentos de Juan José Ibarretxe que nos retrotraen a guerras napoleónicas, que en mis tiempos de escuela se llamaba Guerra de la Independencia, porque sí, España estaba invadida, y vascos, asturianos, gallegos y andaluces, aragoneses y madrileños, catalanes y extremeños lucharon juntos para echar al gabacho imperial; de fueros viejos, de constituciones trasnochadas, de derechos inherentes basados en milenarismos, y volví de repente al siglo XIX, para mi decepción, en un discurso que tenía más que ver con el vivan las caenas que con el liberalismo de los ilustrados, con la construcción de la política en base a los derechos del ciudadano, a la naturaleza soberana del pueblo, y no a la soberanía de la historia sobre la razón. Anacrónico, casi ridículo, pero sobre todo, tristemente decepcionante.

Después habló el presidente del Gobierno, con mano tendida y buen tino, en un discurso sin duda trabajado, voluntarioso, pero quizás superficial, como queriendo no herir a nadie y dejar puertas abiertas. Y luego habló Mariano Rajoy, que aunque obvio el saludo, forma de congraciarse con sus pares en un gesto de mala educación que le caracteriza, y metiendo, no se si desafortunadamente a las víctimas, en él. Pero habló con una coherencia inusitada, y unos argumentos de buena arquitectura, que devolvió a Ibarretxe al profundo hoyo de la Historia del que venía, de hace siglos, para tratar de traerlo, aunque sea durante un instante, al siglo XXI en el que estamos.

Juan José Ibarretxe quiso que el sentimiento se convirtiese en ley. Y así no se construyen sociedades, sólo clanes o tribus, puesto que lo irracional no puede convertirse, en ningún caso, en norma de convivencia.

Enviado por Marcial Castañón