martes, 20 de agosto de 2002

Recién llegados
El pueblo de los abuelos de mi esposa es apenas una veintena de casas al final de un valle angosto, en mitad de la montaña leonesa. La gente allí siempre vivió de todo un poco: las cabras, las ovejas, las cabras, los árboles, las huertas, la caza. Hace unos pocos años estuvo a punto de desaparecer, de convertirse en un pueblo fantasma. Sólo vivía todo el año familia, y algunos, a ratos, como el abuelo de mi mujer. Un día llegó un hombre joven, de sonrisa franca, y compró tres casas. Después compró otras dos más. Las ha rehabilitado, manteniendo el aspecto y la arquitectura del pueblo, y ha montado unas casas rurales. Todos los fines de semana están ocupadas por gente que busca un poco de silencio y de aire limpio. Ahora todos le odian. Sobre todo, quienes vendieron. Se consideran estafados, desplazados. De la noche a la mañana, "uno de fuera" se ha convertido en alguien importante, con el que se debe de contar para hacer las cosas. Y hay fricciones. Por un lado, los que han perdido poder. Por otro (aunque pueden ser los mismos), aquellos que quieren seguir explotando el valle a costa del paisaje, talando árboles, permitiendo que se instale una cantera. Y eso ya no va a ocurrir. El paisaje ya es su riqueza. Unos cuantos más han arreglado sus casas. El pueblo se ha vuelto atractivo, cuando antes nadie le hacía caso. Siempre pasa lo mismo. Cuando alguien trae el cambio, despierta odios. La política es la vida en un pueblo pequeño. (19/08/02)

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