Estrellas fugaces
La Vía Láctea vibra en la noche. El aire es seco, limpio, ligero, como se espera en un pueblo de las montañas, al otro lado de la cordillera en el que el verano es cierto. La luna se ha puesto hace rato y las estrellas brillan aún más. Al Norte está, perfecta, la Osa Mayor. Ascendiendo se ve la Estrella Polar. Echados en el suelo, bajo una manta, y sobre otra esperamos la anunciada llegada de las Perseidas. Poco a poco, en el cenit, destellan en el límite de la vista las primeras: tímidos surcos más rápidos que el deseo, un breve destello sobre el inmutable firmamento, nada. Después, la frecuencia aumenta, las trayectorias son más definidas, más hermosas. Dentro empieza a haber un sobrecogimiento arcaico, primitivo, un temor anterior a nosotros mismos. El cielo parece caerse sobre nuestras cabezas. Una roca más cruza la capa superior de la atmósfera, abre la noche en una estela definida y clara, brillante, y hacia el final de su trayectoria se parte en dos. Nos preguntamos si ese era el asteroide prometido que traería el anunciado fin del mundo, y decidimos irnos a dormir. (16/08/02)
martes, 20 de agosto de 2002
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