viernes, 15 de octubre de 2004

El fin de los días
Un jardín parabólico


Si el jardinero tuviera un día que definirse así mismo, lo haría en negativo, y no con una expresión feliz, optimista. Nuestro hombre, abrumado por el otoño, diría, "yo soy aquel que mantiene apartado al bosque" y como es leído en novelas del siglo XIX, añadiría, "soy el que trata de contener la selva". Su propio oficio, reordenar el natural mundo para hacerlo más apetecible, más humano, menos raro, tiene su vertiente destructora, aquella que obliga a erradicar de malas hierbas las praderas, vigilar los parásitos de los árboles y limpiar las estatuas. El territorio que el jardinero mantiene, con ser imagen de la naturaleza, que las más de las veces le rodea, no deja de ser un ejemplo perviviente de lo que no es: la naturaleza, libre, virgen, salvaje. Pero es en este punto en el que radica su propia definición y su propia existencia: el jardín no es si no por el contraste frente al medio natural, aquel que no está domesticado por la mano del hombre, de igual manera que la televisión no es la realidad, sino un reflejo modificado de la misma, una imagen transgresora o apocada de la sociedad que la consume. Y las tenues fronteras entre lo cautivo y lo salvaje deben mantenerse, puesto que en el momento en el que caen, ambas, la sociedad y la televisión, el jardín y el bosque, dejan de tener de sentido y se funden en uno que es el fin de todo. (../...) sigue

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