lunes, 22 de diciembre de 2003

Ritos de solsticio
Un jardín parabólico

El jardín, con la llegada de los últimos días del otoño es un lugar de negro augurio. El frío se vuelve más intenso, cortante y feroz; la tierra parece marchita y estéril, y las plantas y árboles que algún día le dieron esplendor caen en una desnudez sin hojas en lo que parece un presagio del fin de los días, de una decadencia irremisible hacía la oscuridad que ciñe, cada vez con más fuerza, la tarde. El sol es un astro apagado que a duras apenas ilumina los días entre la lluvia y las primeras nieves, una estrella lejana cuyo calor ya no llega. El paseo, pues, es motivo de reflexión sobre la huidiza felicidad, lo pasajero de la existencia, el fin de todo lo hermoso que se ha conocido. Hasta que al regreso se enciende la televisión que vuelve para explicarlo todo de nuevo.

Lejos del cielo y libres de la intemperie, el hombre moderno apenas siente de manera consciente el paso del tiempo por medio de los ciclos que la naturaleza siempre le había marcado. Apenas sabe en qué fase se encuentra la luna a día de hoy, en qué momento comienza el invierno o tan siquiera en qué estación se haya. La conexión con el medio natural se ha reducido a su mínima expresión y así se vive en una inconsciencia artificial en la que se desconoce lo más esencial y quizás más importante. Un estudio no demasiado lejano señalaba que la media que un español se encontraba a diario al aire libre había pasado de menos de cuatro horas a poco más de veinte minutos en los últimos treinta años. No se hablaba del tiempo que se pasaba fuera de casa, sino del tiempo que se estaba en la calle no sólo con la intención de compartir unas cañas. Son esos veinte minutos apenas que van del portal al coche o al autobús, y de la estación o del garaje al trabajo y viceversa, esos veinte minutos, como el periódico gratuito del metro, que caminamos bajo el firmamento, solos frente a la naturaleza, sea urbana o rural. Ajenos, por escaso contacto con la intemperie, a los ciclos, al tránsito de las estaciones, lo exterior ha de resultarnos extraño y sus cambios, escaso motivo de interés; apenas lo suficiente para ver la previsión meteorológica y decidir si lo oportuno es el abrigo o la gabardina para el día siguiente.

Sin embargo, las cosas, aunque nos lo parezcan, no son así, y las consultas de los psicólogos y los psiquiatras están, en estas fechas, llenas de gentes, quizás los más débiles o los más influenciables, aquejados de una infinita congoja, un tristeza laxa y en ocasiones desesperada, que no es si no el reflejo de lo que ocurre en el mundo natural. Y es este el momento en que la televisión debe llegar al rescate con el conocimiento y la sabiduría que la sociedad ha depositado en ella para que la guarde y preserve del olvido, para que el espíritu navideño, tan denostado a veces, venga a redimirnos de la tristeza, de la oscuridad, del otoño.
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¿Y qué es la Navidad? Sí, se sabe. Se sabe que la Navidad no es una fiesta religiosa cristiana ni una celebración pantagruélica. Se sabe que no es el cumpleaños de un salvador ni un certamen de villancicos. Se sabe que la Navidad no son los aspectos culturales que se presentan en forma de turrones, cavas, capones, arcos de bombillas, árboles con bolas, belenes, regalos y compras. Se sabe que la Navidad es la esperanza, la fe en un futuro mejor, la confianza en la llegada de la felicidad, el anhelo de la paz. Si el frío llega, el jardín se marchita y el sol parece que vaya a morir, y sin embargo, el día del Solsticio resurge, maravilla, en mitad del frío y conquista minuto a minuto a la oscuridad de la noche... si asistimos al más imposible e increíble de los milagros que es que el sol renazca, que lo que iba a morir venza, ¿cómo no vamos a confiar en el futuro? ¿cómo no vamos a creer en la felicidad? ¿cómo no vamos a esperar que exista un mundo mejor y más justo? (sigue)

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